viernes, julio 08, 2005

REFLEXIONES DE UNA REPORTERA SOBRE EL OFICIO

Por Marcela Turati

“La llevé a clínica Santo Domingo, de Palenque, y me preguntaron si ha recibido penicilina. Yo no entiendo bien, no me dijeron si van a poner penicilina en suero. Cuando la inyectan en su vena, grita mi esposa. Empezó a revolcarse, se puso morada su cara, todo. Empecé a gritar: ‘Mira, doctor, ya la mataste. No me dijiste nada. La mataste, no me dijiste qué le aplicabas’. Trajeron algo para meterle aire y empezaron a prensar, a prensar, a prensar. Pudo respirar, pero su panza se inflamó como embarazada, quedó cerrada su boca, sus ojos morados, ya no hablaba, gritaba nomás, como llorando, como que le duele”. (El perfume de la miseria, Reforma, 29 enero 2001)

Esto me decía llorando José Miguel, el indígena chol a quien por azar entrevistaba, los dos sentados en las escaleras de El Ángel de la Independencia. Al revivir la trágica muerte de su esposa gritó desesperado como supongo hizo al doctor; yo sólo atinaba a darle palmadas en la espalda a manera de alivio.

Cuando se tranquilizó continuó narrando los episodios de discriminación en su vida y al mismo tiempo --sin saberlo este hijo de campesinos sin tierras ni estudios y padre de campesinos sin tierras ni estudios—me revelaba qué es el círculo vicioso de la pobreza.

Aunque dejé a José Miguel en El Ángel para que siguiera su peregrinación rumbo a La Villa, prácticamente no lo solté. De alguna manera lo llevé a mi casa. Se me aparecía en sueños. Su relato me cuestionaba incluso después de que la entrevista saliera publicada y durante varios meses.

Nuestro fugaz encuentro me generó muchas preguntas: ¿Qué habrá sido de José Miguel?, ¿debí de haber detenido la entrevista cuando lloró?, ¿valieron de algo sus lágrimas?, ¿alguien habrá reflexionado sobre la pobreza al leer sus historia?, ¿y a mí en qué me cambió?.

Ahora me piden que diga cómo vivo mi oficio y sólo se me ocurre preguntar, exponer las dudas que me han asaltado los siete años desde que abracé al periodismo como profesión y forma de vida.

Pondré entonces sobre el papel las preguntas que me han inquietado; algunas aún sin resolver, otras que creí solucionadas pero que luego se presentaron bajo nueva forma. Son dudas acompañadas de algunas respuestas que he ido elaborando con ideas surgidas en la brega diaria buscando la noticia o de alguna conferencia o lectura y a través de experiencias propias, de compartir historias con colegas y de escuchar, también, mi voz interna.

EL CREDO DEL PERIODISTA
Un día un discípulo le preguntó a su Maestro: ¿Qué necesito para llegar a ser un buen periodista? Este le contestó: Ser, primero, buena persona.

La frase la he escuchado muchas veces como una verdad aceptada: Para ser buen periodista hay que ser buena persona.

La oí de boca de colegas de variadas procedencias y en diversas circunstancias: desde la compañera del escritorio contiguo al mío, pasando por Julio Scherer --en una plática que no era conmigo— hasta a Ryszard Kapuscinski, el periodista polaco que con sus libros autobiográficos contagió a varias generaciones de periodistas su pasión por el oficio y la buena escritura.

Justamente de “Kapu” tomé varios elementos básicos del oficio que no se enseñan en ninguna escuela y sólo se transmiten con el ejemplo.

Aprendí la humildad como requisito del reportero y la austeridad como forma de vida (“este trabajo no enriquece a nadie”, suele decir); que la técnica para ganarse a la gente es la sonrisa, el apretón de manos y la mirada a los ojos; a preferir a quienes nadie busca entrevistar en lugar de aquellos que tienen los micrófonos acaparados y a considerarlos mis iguales.

Frases del famoso periodista me significan un reto constante: recuerda, los cínicos no sirven para este oficio; dependes de los demás para hacer tu trabajo, no puedes hacer nada solo; no te abandones al pesimismo, mantén la esperanza en el mundo mejor; en cada nota empiezas de cero, aquí la experiencia no se acumula; nunca pienses que estás en la cima del éxito, pues el lector vota cada día sobre tu suerte profesional; no tienes derecho a escribir si no has compartido y vivido en carne propia las duras condiciones de vida de aquellos sobre quienes vas a escribir.

A esta especie de carta de navegación le he añadido otra idea, del argentino Tomás Eloy Martínez, quien dice que nuestras lealtades deben ser únicamente tres: hacia lo que creemos que es la verdad, a los lectores y a nuestra conciencia.

ENTRE BUITRES Y BUENAS NOTICIAS
"Estaban todos en la pequeña sombra que encontraron, cubriéndose, aunque aún así sentían que se asaban. Arnulfo, mi compadre, vio cuando mi hijo Edgar se desplomó y le dijo a José Isidro. Ninguno pudo hacer nada, estaban a poca distancia pero no podían moverse de tan deshidratados que estaban. José Isidro se acercó un poco y Edgar se le quedó viendo a su tío, y apretó sus ojos, derramó dos lágrimas y ya no dijo nada". (Muerte en el desierto, 23 de mayo 2002, Reforma)

Escuchaba este relato en la sombría sala de una casa en Coatepec, Veracruz. Con la mirada perdida y voz monótona, me lo contaba don Eugenio, el padre de Edgar, un muchacho que murió deshidratado con otros 13 mexicanos extraviados en la ‘Ruta del Diablo’, en Yuma, desierto de Arizona, cuando iban tras el sueño americano.

Por narrar la desesperación del joven que se suicidó contra un cactus, el último grito del compadre Arnulfo antes de convulsionarse, la suerte de los jóvenes que tomaban sus propias orinas, el sufrimiento de los familiares de los muertos, el horror, gané un reconocimiento en un concurso de periodismo. Qué paradoja.

Alguna vez escuché una definición --adaptada a los de mi clase-- que me provocó escalofríos: “Los periodistas son los buitres de la sociedad”. En su momento, la espanté de mi cabeza. Luego, esa imagen me rondaba al momento de aspirar profundo para tomar valor, antes de hurgar en las desgracias ajenas, en plena tragedia --llámese huracán, temblor, desbordamiento de aguas negras o madriza policiaca--, a donde llegaba con la misión de levantar testimonios, verificar los hechos, cotejarlos con los reportes oficiales y convertir todo eso en una crónica.

Llegar cuando la gente todavía tiene lágrimas en el rostro, el ataúd en la sala o el corazón partido, es en extremo difícil, como lo es combinar delicadeza, respeto por la dignidad humana del entrevistado y sensibilidad para no pasar ciertos límites en aras de obtener la tan preciada exclusiva.

Algunas veces, las personas más “cultas” y "religiosas" me tratan a mí y a los de mi gremio como indeseables; consideran repugnante y hasta pornográfico mi-nuestro trabajo. No pocas veces me lo han hecho saber y me he sentido apenada por eso.

Parada a media tragedia yo misma me he preguntado si vale la pena lo que hago, si cambiará la suerte de los afectados que los lectores conozcan a detalle lo ocurrido, si lo publicado llegará a quien pueda remediarlo, si fui brusca con algún damnificado o me excedí en alguna pregunta, si no me estaré convirtiendo en un ave carroñera.

Con el tiempo he podido ahuyentar este último temor. Y no he sido yo la que lo ha logrado, ha sido la gente a la que entrevisto; el campesino encarcelado que me ve como una buena noticia; los colonos que se esperanzan de que los gobernantes lean lo que recién denunciaron; los obreros que me cuentan cómo les subió el ánimo al ver publicados en el periódico los maltratos que sufren.

Es entonces cuando me siento puente entre los incluidos y los excluidos, tomo conciencia de mi labor y del poder de las palabras, y recargo pilas para salir de nuevo a la calle a hacer mi trabajo.

LA INSEPARABLE ÉTICA

¿Si uno llega a bordo de una camioneta a cubrir el incendio de un mercado antes de que lleguen las ambulancias y los heridos le piden ayuda para transportarlos al hospital, qué va a hacer: auxiliarlos o reportear?

Cuando escuché ese dilema que en la vida real enfrentó un colega yo respondí sin vacilar que lo primero era atender a los heridos.

La contrarrespuesta de algunos de mis interlocutores no se hizo esperar: ¿Y la información? ¿En segundo plano? ¿Eres trabajadora social o periodista? ¿No habrás errado la vocación?

La ética es el eterno debate entre nosotros. Los parámetros sobre la delgada línea entre lo debido y lo indebido están contenidos en diversos manuales surgidos de décadas de discusión y reflexión.

Sin embargo, suele ser difícil llevar su contenido a la práctica cuando tu editor te pide que consigas a como dé lugar la confesión de un político, cuando puedes perder la chamba si no traes la exclusiva, cuando debes entregar una nota en cinco minutos y no has encontrado a todos los involucrados en tu información o te falta un dato.

Recuerdo a un amigo que cargaba un muerto sobre su espalda: “Convencí al sobreviviente de una masacre a que denunciara lo que vio, y el día que salió publicado lo mataron”. Lo soltó sobre la mesa donde cenábamos, durante una reunión quincenal entre colegas, y su confesión se convirtió en pretexto para hablar de los límites del reporterismo, hacernos preguntas y confesarnos comunitariamente.

“...Denuncié los maltratos que sufrían unos obreros, y los despidieron... ¿Hasta dónde preguntar?... Me sentí miserable cuando el hombre lloraba en mi hombro, pero mi papel no es el de confesor y no hubiera sido objetivo si me hubiera involucrado... ¿Cuándo no se debe publicar una información?.... Me dijeron que se morían de hambre y me fui sin ayudarlos... ¿Cuáles son los límites para conseguir una nota?... Yo siempre pongo mala cara a los entrevistados para que no crean que soy su aliada, aunque en el fondo lo sea... Intento no sentir nada por un entrevistado a raíz de que compartí la mesa con un condenado a muerte...”

Al final de la reunión sugeríamos, a manera de broma, bautizar a nuestro grupo como Periodistas Anónimos (en proceso de rehabilitación). Lo nada divertido fue tomar conciencia de que todos cargábamos algo que no nos dejaba dormir y que hasta ese día no habíamos tenido oportunidad de desahogarlo.

Las encrucijadas surgen al día y hay que resolverlas al momento, en plena acción, al calor del instinto y con la conciencia como único parámetro. A veces salimos bien librados, muchas otras no.

Con el tiempo descubrí que hay atajos para cargar los menos muertos posibles. Del colombiano Javier Darío Restrepo –el ‘pepe grillo’ de los periodistas latinoamericanos con su Consultorio Ético Virtual de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y sus talleres de ética itinerantes-- aprendí que se debe interrogar cada nota antes de entregarla para publicar, para ver si pasa la prueba de la ética. A desnudarla lo más meticulosamente posible.

Así, una serie de preguntas lo salvan a uno de avergonzarse al mirarse del espejo a la mañana siguiente. Algunas de las que recuerdo más son: ¿Escribí la nota pensando en mí, en el lector o en mi fuente de información? ¿Le di voz a todos los involucrados? ¿A quién beneficia y perjudica mi información? ¿Qué busco con esa nota? ¿Qué intenciones tuvo mi informante para hablar? ¿Qué tanto sé y qué tanto de eso escribí? ¿Qué consecuencias tendrá lo publicado?

Cuando he tomado ese atajo –admito que en ocasiones no me he dado el tiempo para hacerlo-- he podido sentirme a gusto al leerme al día siguiente y salvarme de la máxima reporteril que dice que los periodistas somos los únicos que publicamos nuestros errores.

(Me he replanteado muchas veces la pregunta que se hizo el colega de la radio que llegó al mercado incendiado y hoy ya no estoy tan segura de que lo más correcto fuera servir de ambulancia. Quizás hubiera transportado heridos al hospital. O a lo mejor hubiera pensado que al transmitir en vivo la noticia muchas ambulancias escucharían el llamado y se acercarían al lugar y transportarían más personas que las que yo podía haber llevado. Pero mi reacción será una incógnita hasta que eso no me ocurra.)

FE EN LO QUE UNO HACE

“Sus palabras las suelto yo como pájaros, ¡y ellas se buscan su rama!” (El Divino Impaciente, José María Pemán)

Es relativamente fácil recibir mensajes de algún lector que se dice indignado o conmovido con lo publicado o que una ONG suba tu nota a su página de Internet. Quizás la televisión y la radio se apropiarán fugazmente del asunto, si creen que les traerá rating. Previsiblemente los políticos llenarán los medios de inútiles declaraciones al respecto, que rara vez irán acompañadas de acciones. El impacto máximo –pocas veces visto-- es que alguien pierda su trabajo o vaya a la cárcel.

Pero, ¿cambió verdaderamente la suerte del hombre que en el reportaje se dijo hambriento o la de la mujer que se quejaba por no tener seguridad social? A esa pregunta no le tengo una respuesta.

Cuando llega una nueva asignación, los reporteros pasamos a otro tema y volteamos la página. Sólo si en nuestros medios nos apoyan para darle seguimiento o si se creó alguna relación con los involucrados y decidimos seguirlo por nuestra cuenta o si alguna ONG informa periódicamente sobre el caso, uno se entera de lo que sucedió a continuación, de la segunda parte.

Quizás lo que digo es lógico, pero para mí era difícil no saber en qué acabó alguna historia con la que me sentía enganchada, qué había sido de la gente que me abrió su casa y su corazón. La duda me desesperanzaba y cuestionaba.

Sentí alivio cuando escuché decir al periodista colombiano Javier Darío Restrepo la metáfora de Pemán, de nuestras palabras como pájaros que no sabemos dónde se van a posar, pero que seguramente se posarán en una rama, y que creerlo es cuestión de fe.

Con el tiempo lo he ido asimilando. Cuando empiezo a desesperanzarme por sentir que no ocurre nada a raíz de la publicación de alguna denuncia hago un acto de fe, me acuerdo de confiar en que lo que escribo servirá de algo, se posará en una rama. Y sueño con que algún día me toque presenciar que esas palabras (nunca solas, siempre acompañadas por acciones de los sujetos involucrados, por otras denuncias periodísticas, por una toma de conciencia colectiva, por cambio de circunstancias) generen el cambio anhelado.

Cuando siento que no puedo hacer nada más que escuchar y transmitir, acepto con serenidad que mi papel es el de mensajera, no trabajadora social, misionera, enfermera o política. Cumplo mi misión con fe en que lo que me toca hacer –investigar e informar-- servirá de algo. Y esa fe da sentido al oficio y ayuda a encontrar menos damnificados en mis sueños y a no desesperanzarme tan fácil al no saber lo que ocurrió después.

Para cambiar las cosas, la fe sola no basta: se necesita estrategia y algo más. Pero, eso lo entendería después.

ISLAS FORMANDO REDES

“Hubo un tiempo en que ustedes venían a Brasil sólo para hablar de nuestras mariposas, nuestros papagayos, nuestro carnaval; de nuestro folclore. Ahora en vez de eso ustedes vienen a levantar las cuestiones ligadas a nuestra pobreza, a nuestras torturas. No son todos, claro, hay también (periodistas) a quienes no les importa si morimos de hambre o de choques eléctricos. Ni siempre con éxito, es claro, su espacio de verdad termina donde comienzan los intereses de la empresa a la que sirven” (Entrevista de Oriana Fallaci a Hélder Cámera, en 1970).

A diario aparecían en su agenda las mismas palabras: “Sigue el asunto de las playas contaminadas”.

Mi amiga reportera, entonces encargada por el diario de los asuntos ecológicos, llevaba ya tiempo en lo mismo. Todo había empezado varias semanas atrás cuando consiguió un reporte gubernamental que advertía que las playas tenían alto nivel de polución, cuya publicación causó airadas protestas de empresarios y gobernantes locales. El colmo fue el gobernador que sesionó con su gabinete dentro del mar.

Estuvo dos meses publicando sobre el tema, acompañada de reporteros de otras áreas, corresponsales y columnistas, hasta que el gobierno federal anunció la creación de un sistema de información sobre calidad de agua que regularía en delante el problema (que, por cierto, ya dejó de funcionar).

Cuando iniciaba mi carrera me conformaba con enterarme que lo que había denunciado había hecho lagrimear a un lector u orillado a algún gobernante a posicionarse o adoptar medidas urgentes para atender la situación. Pero eso de poco sirve: lágrimas y declaraciones son efímeras.

Escuché en un foro que la aspiración máxima de todo periodista no debe ser el mero destape de asuntos podridos, sino conseguir cambios. Y, de preferencia, dejarlos asentados en alguna reglamentación y, si es posible, en la Constitución. (Después nos toca convertirnos en inspectores para exigir que se haga valer la ley).

¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si después del escándalo de las playas sucias se hubiera creado una ley que obligara al monitoreo, a la transparencia de la información y sancionara a los gobiernos irresponsables?

Movida por esa inquietud, comencé a buscar ejemplos de viejas investigaciones periodísticas que hubieran generado cambios palpables hasta nuestros días. Me deleité con las historias de los muckrackers, esa generación de periodistas gringos que por su terquedad fueron apodados “rastrilladores de basura” y que eran capaces de trabajar en empacadoras de carnes para denunciar el sucio proceso industrial y laboral que desembocaría en una ley sanitaria aùn vigente o dedicar ocho años a documentar las prácticas monopólicas de la Standard Oil Company, provocando su desmembramiento.

Algunos muckrackers lo consiguieron solos, con dinero de su bolsillo y fuera de (o perseguidos por) los grandes medios de comunicación. No ocurre siempre, pero se puede.

Pero me pregunto qué hubiera pasado si a Bernstein y a Woodward les hubieran asignado a otro tema que no fuera el Watergate porque se necesitaban reporteros para otros asuntos. ¿Qué, si no hubiera aparecido en portada el asunto de las tollas del Presidente o la denuncia sobre la identidad de Cavallo o el reporte de las playas contaminadas?

En esos casos hubo una apuesta editorial: posicionar la nota en primera plana o asignarla a un equipo de reporteros o dar cobertura sistemática los días siguientes o las tres cosas juntas.

Muchos temas no corren con esa suerte y viven gracias al interés y terquedad del reportero, incluso a contracorriente de sus jefes. En todas las redacciones hay reporteros que actúan como islas: recuerdo a uno brasileño que rogó por cuatro años a los dueños de su televisora recursos y permiso para hacer un reportaje sobre el hambre en su país (tema que en muchas redacciones se considera aburrido y superado); cuando lo consiguió arrasó con los premios nacionales e internacionales.

Un reportero solo, por voluntad propia y sin apoyo editorial, nada, o casi nada puede lograr a la hora de denunciar asuntos importantes. Para colocar en la agenda diaria, por ejemplo, el tema del hambre y mantenerlo por varios días, debe tener el apoyo de su editor, o mucha pericia.

El desafío aumenta si la empresa en la que trabaja (como parece tendencia en el mundo) dejó de lado su papel de vigilante de los derechos ciudadanos, su función de contrapoder, y se alió a los otros poderes, políticos o económicos, o sólo piensa en la información como mercancía.

Con ese panorama, ¿desde dónde entonces se pueden provocar cambios? No sé si la respuesta sea fundar medios alternativos –como está de moda--, o trabajar en periódicos que todavía consideran prioritario el bien común (aunque generalmente son leídos por quienes piensan igual que ellos) o hacer la batalla desde adentro de los grandes conglomerados mediáticos buscando ganar espacios para llegar a los tomadores de decisiones.

Una solución que se me ocurre, después de año y medio de viajar y hablar con reporteros de Latinoamérica, y que se ha puesto en marcha en algunos países, es crear redes intra-redacciones de periodistas aliados por las causas sociales en las que todos estamos de acuerdo, como el combate a la desigualdad económica, a la corrupción o a la violación de los derechos de los niños. Y trabajar para colocar estos asuntos estratégicamente dentro de la agenda de nuestros medios y darles seguimiento sistemático hasta empujar a los responsables a actuar.

Por eso digo, puede faltarnos el apoyo de la empresa, pero sin fe y sin estrategia estamos condenados a la frustración.

PERIODISMO BUSCASOLUCIONES

“Flaquitos como vara algunos, otros inflamados de su panza, los niños de este pueblo de cafetaleros aparentan menos años de los que tienen. Su piel está seca, y generalmente herida por infecciones y granos. No hay señora que no se queje de que su hijo está enfermo, si no es víctima de la diarrea, lo es de la calentura o de la falta de apetito. Síntomas de la falta de proteínas y vitaminas que no les da su dieta de tortillas embarradas de frijoles o de tacos de sal. Cuando hay dinero, lo invierten en nutrirse con refresco y Totis, la fritura de moda”. (Venden despensas por refresco, Reforma, 27 febrero 2003)

Una de mis peores experiencias fue al realizar este reportaje en un municipio chiapaneco de desnutridos, al que llegué por mi cuenta, sin avisar o conocer a nadie, movida por ese afán de ir al lugar más pobre del país para intentar poner en contacto a los lectores con la realidad de los excluidos.

Además de que pocos entendían español, me topé con que los hombres estaban alcoholizados, no había transporte de regreso ni lugar dónde comer, nadie me quiso hospedar en su casa, tuve que ofrecer dinero para conseguir una cobija prestada, fui sometida a varios interrogatorios hostiles, dormí en una oficina entre ratas y acosada por borrachos y, para colmo, la gente creyó que yo iba a anotarlos al Progresa y no me dejaba salir sin que la incluyera en mi lista.

Luego, cuando noté el malentendido y les expliqué que mi presencia ahí se debía a que quería escribir sobre ellos (y por eso recibiría una paga) querían que les garantizara que perder su tiempo hablando conmigo les traería alguna retribución; yo sólo atiné a decirles lo que siempre explico: “Mi papel es escribir sobre ustedes, si la autoridad quiere hacer algo por ustedes no puedo garantizarlo”.

Además de constatar de nuevo que los pobres no son buenos por ser pobres, lo que reporteé me dejó desesperanzada: la gente vendía las despensas que les mandaba el gobierno para comprar coca-colas, alcohol o frituras.

Escribí esa historia pensando que la mera denuncia generaría un debate o al menos una declaración política; pero cuando se publicó no se movió una hoja, parecía que las palabras habían caído en el vacío. Del gobierno nadie se hizo cargo. Para colmo un amigo me confió que a raíz de ese reportaje su suegro había decidido nunca más ayudar a los indígenas.

El episodio invitó nuevas preguntas: qué pasó, qué faltó, por qué se diluyeron las responsabilidades.

Cuando noté que la historia se repetía con notas en las que denunciaba problemas estructurales --como el hambre o el desempleo--, me formulé preguntas más generales: ¿Es suficiente sólo informar o hay que inyectarle algo a la nota para hacerla detonador de un cambio o eso atenta contra la objetividad? ¿Es soberbio querer que cada nota impacte? ¿Padezco del complejo de Clark Kent? ¿Cuál es mi papel como periodista y cuáles mis límites?

Al escuchar mis inquietudes, algunos colegas me diagnosticaron crisis vocacional (“querida, por qué no tratas en la política o te vas de trabajadora social”), o me trataron de soberbia por pensar que de mí dependía la solución de un conflicto, o me dijeron que no me frustraría si pensaba al periodismo como arma.

Las primeras respuestas a mis inquietudes las encontraría después, en una conferencia vía satélite para toda Latinoamérica. El colombiano de la pantalla (Restrepo) diagnosticaba: Hay crisis de esperanza en nuestros países, y en buena medida los periodistas somos culpables, debemos cambiar la forma de hacer periodismo porque la gente ya no quiere enterarse. En seguida un brasileño agregaba: Nos falta técnica para provocar un cambio mediante nuestras notas, no podemos agobiar a la gente con la pura denuncia sin dar caminos de soluciones, sin abrir ventanas a la esperanza.

Eran ideas revolucionarias que cuestionaban mi formación profesional de periodista pasiva-objetiva. Tambaleaban también el argumento del periodismo-espejo, siempre listo en mi boca y en la de casi todo reportero para responder a cualquier cuestionamiento. Ése que dice: “Los periodistas somos espejo de la realidad, no nos culpen de las malas noticias, la realidad es así, nosotros no la inventamos sólo la hicimos evidente y tampoco nos pidan más, a nosotros sólo nos compete informar, ni siquiera preocuparnos por el destino que tiene la información que transmitimos, menos de buscar alternativas”.

Ahondé entonces en la propuesta que recién había descubierto, el periodismo buscasoluciones, o de esperanza, o que denuncia y anuncia --como me gusta llamarlo--, que no tiene nada que ver con contar buenas noticias, inventar una realidad ficticia o dar notas rosas que cuentan historias de personas heroicas y tienen final feliz.

Todo lo contrario. Se trata de un periodismo duro, de denuncia, que expone el mal con toda su crudeza, que no pone punto final al enlistar todas las tragedias de una comunidad sino que va más allá, busca las causas, las omisiones y las posibles soluciones. Al informar y dar seguimiento sistemático a los problemas sociales, los funcionarios o los involucrados difícilmente se pueden zafar de su responsabilidad.

El periodista brasileño Geraldinho Vieira, promotor de esta propuesta, señala que el periodismo limitado a la “cultura de la denuncia”, por saturante, corre el riesgo de tornarse improductivo, pues en vez de movilizar suele paralizar los ideales de co-responsabilidad social.

Lo que Vieira propone es que el periodista no sea sólo receptor de denuncias sino también mediador de las prácticas y reflexiones que la misma sociedad aporta para la promoción de los cambios.

En un taller que impartió indicó el método para realizarlo:
1 - Diagnosticar con la mayor exactitud posible los problemas que van a ser
investigados.

2.- Escuchar las voces de los directamente afectados, ampliando el trabajo de
campo para la recolección de informaciones, sentimientos, ideas y alternativas;

3 - Analizar e informar sobre experiencias exitosas y no exitosas de intervención
pública para la comprensión de los desafíos y la promoción de la equidad;

4 - Supervisar las responsabilidades por parte de los distintos segmentos de la
sociedad y cuestionar las omisiones; y,

5 - Hacer de cada denuncia un seguimiento sistemático para acortar la distancia entre la memoria corta del periodismo y el proceso lento de las reformas sociales.

“La ‘Investigación de Soluciones’ — como práctica de contraste entre las denuncias y los programas y proyectos que se presentan como fuerzas de cambio — debe (…) ubicar y definir las responsabilidades de cada actor social y en la misma medida investigar las soluciones que éstos aporten”, se lee en la relatoría del taller ‘Un nuevo periodismo para un nuevo orden social: de la denuncia a la investigación de soluciones’, de la FNPI.

Este debate en México es visto con desconfianza. He escuchado a periodistas consolidados oponerse a esta escuela esgrimiendo la tan manoseada y paralizante objetividad. Considero que hay apuestas básicas que debemos hacer los periodistas como ciudadanos, las cuáles no implican casarse con un partido político o una ideología determinada, sino con la construcción de la democracia económica, política, social.

En el intento reciente de profundizar y experimentar este tipo de periodismo
que denuncia la realidad y anuncia su superación me sorprendí de comprobar que cuesta más trabajo reportear las soluciones que las malas noticias, pues lo malo salta a la vista. Pero, al preguntar a mis entrevistados: “¿y qué solución le ve?”, hasta ahora, siempre he encontrado respuestas.

EL AMOR A LA VERDAD

“Señor Blancornelas, soy una reportera que vive en Juárez, a la que le duele hondamente el nuevo asesinato de su colaborador, que admira las denuncias que se hacen en su revista, que está dispuesta a trabajar con usted si un día lo necesita, porque no es posible dejar que estos matones se salgan con la suya”

Una querida amiga me contó que palabras parecidas había escrito en una carta que dirigió a Jesús Blancornelas, el director del semanario Zeta, de Tijuana, al momento de enterarse del último asesinato de un integrante de su revista tan acosada por narcos y políticos. Al escucharla, ella creció ante mis ojos en estatura y le guardé un profundo respeto por su valentía.

Tras su confesión hablamos sobre el amor a la verdad como motor de nuestro trabajo. Comentamos el testimonio que dio una reportera colombiana que fue secuestrada y violada por los paramilitares, a quien de su periódico le ofrecieron salir exiliada como varios de sus colegas amenazados, pero ella decidió quedarse y hacer frente.

Conocí la historia de esa joven de 27 años a través de una entrevista en la que explicaba que amaba la vida y que sufría por el dolor que su profesión causaba a su mamá. No negaba que lo ocurrido le había afectado en el alma, pero su amor a la verdad nublaba todo temor.

Al escucharlas me conmovía palpar hasta dónde puede uno llegar para no traicionarse a sí mismo y a las expectativas del lector. Rezaba, también, porque si un día se me presentara una prueba así, pudiera vencer el miedo, y por nunca condenar a quien decide salir exiliado o dejar la nota de lado.

Aunque el caso de la colombiana o de los colegas de Zeta no se presenta en todos los ambientes, los periodistas enfrentamos cada día nuestra propia prueba de fuego, en las pequeñas y grandes notas; cuando defender la verdad significa ir contra nuestras propias filias o contra la voz popular que encontró a su propio héroe o villano y corremos el riesgo de convertirnos en impopulares o ser perseguidos y calumniados.

Cuando estoy a punto de desistir de asuntos importantes que podrían causarme problemas pienso en los compañeros que viven en zonas dominadas por narcos, caciques locales, guerrilleros o paramilitares, o en aquellos que trabajan en medios pequeños expuestos a las presiones de los gobernantes locales y que se juegan la vida en una nota.

Así, esos héroes locales generalmente desconocidos --muchas veces despreciados por los periodistas que nos sentimos importantes por vivir en la capital del país y trabajar para diarios ‘nacionales’-- y los mártires del gremio, se vuelven faros cuando necesito luz y ando a ciegas.

EL MEJOR OFICIO QUE ENCONTRÈ PARA MÌ

Me gusta ser periodista por muchas razones: vivo varias vidas en una, conozco nuevas realidades, viajo, aprendo, sirvo a los demás, enfrento retos siempre cambiantes, me codeo con los actores de los cambios, soy espectadora de primera fila de los acontecimientos, informo, me vuelvo puente entre incluidos y excluidos y a veces la información que he dado ha servido de contrapeso al abuso de los poderosos. Esta profesión conlleva el reto de ser mejor cada día y es el medio que encontré para intentar hacer del mundo un lugar menos feo, menos injusto, desde esta humilde trinchera.

10 Comments:

At 14:44, Anonymous Anónimo said...

Marcela Turati:

De pronto, en algunos párrafos de tu reflexión, me vi reflejado.

En lo poco que tengo como reportero no había visto o leído hasta donde pueden llegar los sentimientos de un periodista.

En tu caso, me agradó ver tu forma de sentir la profesión y de ponerla en práctica.

Gracias por compartirlo.

Saludos desde Ciudad Juárez, Chihuahua.

Pablo Hernández B.
EL DIARIO
e-mail: phernandez@diario.com.mx
tel 656 6291900 ext. 1888

 
At 16:35, Anonymous Anónimo said...

Marcela: Muchas veces te vi en la redacción de Reforma y en alguna que otra fiesta, pero nunca cruzamos ni media palabra. Déjame decirte que me vi reflejado en algunos pasajes de tu texto y también confesarte que desde hace varios meses (o años) atravieso un a crisis vocacional.
Yo me digo periodista (de deportes, pero periodista) y a menudo me siento tan mal de llegar a mi oficina, sentarme detrás de la computadora y de vez en cuando salir a reportear... El mundo sigue girando afuera mientras yo sigo aquí, aplastado, haciéndole dizque al editor de una revista de futbol, leyendo y criticando todo y a todos, aplastadote, sin hacer nada...
Tu texto me movio y ya veré qué hacer paara quitarme esta pereza.

Saludos

Roberto Sergio Vargas
Revista Soccermanía
rserg@hotmail.com

 
At 15:21, Blogger Roberto Iza Valdés said...

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At 17:06, Blogger Roberto Iza Valdés said...

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At 13:50, Anonymous Anónimo said...

HOla Marcela, me sorprendí al entra a tu blog muy feliz para encontrar tus cartas desde la india, que tanto leí y volví a leer...ojalá puedas ponerlas de nuevo

saludos
Ximena

 
At 11:59, Anonymous Anónimo said...

PON DE NUEVO TUS CARTAS DESDE INDIA!!!!!!!!!!
POR FAVIR!!!!

 
At 22:22, Blogger Roberto Iza Valdés said...

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At 22:29, Blogger Roberto Iza Valdés said...

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At 18:56, Anonymous Anónimo said...

Hola Marcela: Gracias a Dios todavía hay periodistas como tú que ven desde el corazón las necesidades de los demás y no se encierran en la autocomplacencia y el tedio. Tus comentarios enqriquecen la sustancia que da vida a los que elegimos esta profesión porque creíamos que cambiaríamos el mundo. Gracias por reforzar el sentimiento de que al reportear y redactar con amor dejamos algo de valor a aquellos a quienes otros pretenden no ver. Que Dios te siga prodigando esos preciosos sentimientos para que bien nutrida sigas viendo por los que tanto nos necesitan. Faty.

 
At 10:47, Blogger Unknown said...

Este comentario ha sido eliminado por el autor.

 

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